viernes, 29 de agosto de 2008

CAPÍTULO II: Tiempos de guerra y postguerra

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Por La Nava, de vez en cuando, aparecía algún grupo de forasteros con ganas de armar jaleo. Era la consecuencia lógica de lo que pasaba en el resto de España donde ya se hablaba de una izquierda y una derecha cada vez más diferenciadas donde los diputados, dentro y fuera del congreso, se enfrentaban en discusiones dialécticas excesivamente virulentas. Cada facción quería gobernar la nación por sí misma y sin oposición.

Los ánimos se iban enconando. La tranquilidad desapareció hasta en los más pequeños pueblecitos. Había temor por todas partes. Se esperaba un golpe de estado. De hecho hubo varios intentos pero fueron sofocados rápidamente. Otros fueron abortados antes de salir a la luz. Pero llegó, fatídicamente para todos, el dieciocho de julio de 1.936.

La radio, el teléfono y el morse están lo suficientemente extendidos como para que transmitan inmediatamente el levantamiento militar que se ha producido, precisamente en el Protectorado Español de Marruecos, contra el gobierno republicano.

Inmediatamente después los periódicos amplían la noticia y dan detalles. Pero lo más importante es que, inmediatamente también, todos los pueblos de España toman partido a favor del levantamiento militar o en apoyo de la República.

Castuera es uno de estos pueblos y en él se concentran todos los guardias civiles de la comarca y encarcelan a todos los jefes republicanos y socialistas. Indicativo de que se ponen de forma clara y activa de parte de los revolucionarios.

La reacción se opera desde Badajoz, que se mantiene fiel a la República, dando orden a todas las Casas del Pueblo y a los centros de organización de izquierdas para que requisen cuantas armas puedan y controlen, con piquetes seleccionados, todas las vías de comunicación y las entradas y salidas de los pueblos.

En La Nava, como secretario que es de la Casa del Pueblo, estas funciones le corresponden al Flamenco el ponerlas en ejecución efectiva.

Con una docena de voluntarios requisó las armas del pueblo y enseguida visitó los cortijos de los alrededores donde hizo lo mismo. Todas las armas se reducen a escopetas de caza, un par de pistolas y alguna dinamita.
.Asimismo pone centinelas en carretera y caminos durante las veinticuatro horas del día. Con ello logra evitar que el paisanaje forastero, adicto al levantamiento militar, entren en el pueblo... ,

Días más tarde, con unos quice voluntarios cruza el Puerto del Valle y por la sierra bajan a la estación del Quintillo. Ya en ella, suben a un tren especial procedente de Ciudad Real, en el que vienen muchos más voluntarios y una compañía de guardias de asalto.

Se entrevistan y se ponen a las órdenes del capitán Medina, jefe de la operación que se va a efectuar para la toma de Villanueva y Don Benito. Pueblos que son recuperados sin apenas dificultades.

Castuera se presenta más difícil de tomar. Contribuye a ello no sólo el mayor número de fuerzas insurrectas que hay, ayudadas por buena parte de la población civil de derechas de toda la comarca, sino también debido a sus condiciones geográficas.

Para lograr este objetivo se prepara un plan militar. A don Manuel Sánchez, el Flamenco, le corresponde como teatro de operaciones el tomar, nada más que comience la noche, toda la sierra de Benquerencia y hacer un frente que irá desde la vía del ferrocarril, subiendo por la sierra, siempre con vistas a Castuera, y bajar hasta la carretera para cortar la comunicación entre estos dos pueblos.

Así lo efectúan él y su gente y contribuye con ello a que el capitán Medina y sus guardias de asalto lo tomen a la mañana siguiente, restaurando en Castuera, igual que en los pueblos anteriormente liberados, los ayuntamientos republicanos.

Para los primeros días de Agosto de 1936 el levantamiento revolucionario de Franco se ha consolidado. Y no sólo eso. Sus fuerzas moras y legionarias, principalmente, han tomado todos los pueblos, y próximos a ella, de la carretera de Sevilla a Mérida y se acercan peligrosamente a esta ciudad. Don Manuel contribuye a sus defensa por la zona del Puente Romano.

Uno de los grupos defensivos tenía como misión esperar, perfectamente camuflados, a que las fuerzas atacantes se metiesen en el Puente Romano y luego volarlo.

Don Manuel, con los guardias de asalto, estaba oculto en el paraje denominado el Berrocal. Su misión consistía en, una vez volada la entrada del puente y con todas las fuerzas atacantes dentro de él y sin poder desplegarse, caer de costado sobre ellos tiroteándolos y de esta forma rematar la operación.

Pero los barrenistas fallan. No volaron el puente. Las tropas nacionales entran en Mérida y los republicanos que pueden empiezan a escapar por todas partes.
Don Manuel y los suyos se dirigen Guadiana arriba hasta la estación de Don Álvaro. Allí toman el tren y se dirigen a sus casas.

La guerra no ha hecho nada más que empezar. En Castuera se reciben órdenes para formar batallones militares con voluntarios. La mayoría eran gentes que venían huyendo de los pueblos de Sevilla, de Huelva y del sur de la provincia de Badajoz.

Don Manuel presenta al jefe militar su cartilla y a la vista de ella, por fin, le reconocen el grado de sargento. Han pasado siete años desde que realizó y aprobó el curso para tal efecto.

Ingresa con esta graduación en el recién creado Batallón de choque Huelva. Y le hacen instructor para que enseñe el manejo de las armas a los voluntarios.

Cinco días más tarde llegan, para participar en una operación de guerra, unas milicias voluntarias llamadas Águilas de Sediles. Toda gente inexperta y fanfarrona.

Ambos batallones bajan hasta Llerena con el objetivo de tomarla y cortar la vía del ferrocarril. Si se logra esta operación el Ejército Nacional quedaría sin el apoyo, tan necesario, del Sur para poder continuar su avance hacia Talavera y Toledo.

Mientras los Águilas de Sediles rodean el pueblo amparados por las mieses, aún sin segar, el Batallón de Choque Huelva logra entrar en el pueblo.

La aviación Nacional, en una de las primeras intervenciones de esta guerra, lanza bombas sobre los cereales, prende fuego en ellos y los Águilas de Sediles no tuvieron más opción que retroceder dejando algunos muertos calcinados por las llamas.

El Batallón de Choque Huelva logró llegar a la estación pero al no tener apoyo de los Águilas, se encontraron a pecho descubierto frente a los carros de combate que la custodiaban.

La aviación por arriba, los carros de combate enfrente, la senara ardiendo y el enemigo que contraatacaba hizo que se les pusiese todo muy difícil. Así que los más comprometidos, para poder salir de lo que se había convertido en una emboscada, tuvieron que calar la balloneta y salir de allí en lucha cuerpo a cuerpo.

En Llerena perdieron mucho material de guerra y mucho personal. Entre ellos el comandante de quien el Flamenco había sido ayudante suyo.

La tropa es reorganizada en Castuera. El alto mando ve en peligro Madrid y envían órdenes para que se encaminen hacia Herrera del Duque y desde allí tomen dirección Talavera de la Reina, hasta alcanzar el Tajo.

Llegaron hasta la capital de España entrando en combate de inmediato en la calle de Velázquez. El enemigo a un lado, ellos en el otro. Para pasar a las casas adyacentes tienen que hacerlo abriendo boquetes en los muros. A la calle no hay quien se asome.

A los tres días son relevados y era tan grande la escasez de armas que tuvieron que dejarles sus fusiles a estos que llegaron a ocupar sus puestos.

Fueron alojados en el acuartelamiento del Paseo de la Castellana donde el Batallón de Choque Huelva fue reestructurado y cambiado de nombre.

Don Manuel quedó inscrito en el Segundo Batallón de la 47 Brigada Mixta del Séptimo Cuerpo del Ejército, llamado también de Extremadura, y destinado de forma inmediata al frente de Talavera de la Reina.

Con la llegada del primer invierno de la guerra a don Manuel le llegó el ascenso de teniente. Y así consta en el Diario Oficial de la República. Es el mes de diciembre de 1.936.

Durante su permanencia en este frente talaverano y con motivo de ser arrestado su capitán, pasó a ocupar su cargo interinamente quedando al mando de la Tercera Compañía de Depósitos. Esta compañía estaba especializada en recibir a los quintos, adiestrarles en la instrucción militar y en el manejo de las armas.
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Ejerció, durante este periodo de tiempo, de comandante militar de una zona que comprendía los pueblos toledanos de Las Herencias, Los Navamorales, Malpica de Tajo y San Martín de Pusa.

El mayor peligro lo tenía en los golpes de manos que constantemente se daban entre uno y otro bando. Por lo demás fue un frente relativamente tranquilo.

Después de un año es trasladado, junto con su Compañía, a Cabeza del Buey con el objetivo de formar allí una nueva brigada con nuevos reclutas. Fue llamada Brigada Ciento Ochenta y Nueve del Séptimo Cuerpo del Ejército o de Extremadura. Quedó incorporado en la Tercera Compañía.

Salió de esta Brigada en diciembre de 1.937 para Castellón. De allí a Teruel para entrar en combate en esta famosa batalla, ocupando, en la carretera que unía ambas ciudades la cota conocida como Salto del Caballo.

El Ejército Republicano, tras cruenta lucha, gana la ciudad. Pero don Manuel ha sido herido durante el combate y es retirado, por la noche, de la trinchera y trasladado a Valencia donde le practican una cura de urgencia.

Son tantos los heridos que llegan a la ciudad del Turia que no pueden atenderles debidamente y tienen que trasladarlos a otros lugares.

Don Manuel es enviado al industrioso pueblo de Elda, donde es atendido más detenida y cuidadosamente. El tiro recibido es de los llamados de suerte. Le entró por el antebrazo derecho y le salió por la espalda, no afectándole ningún órgano vital. Sólo inmovilización absoluta de ese brazo.

De ahí paso a Monóvar, donde lo tuvieron en observación, pendientes de cómo evolucionaban las heridas. Éstas cicatrizaron enseguida pero como la inmovilidad del brazo persistía, fue trasladado al hospital de Alicante.

En la sección de fisioterapia fue sometido a corrientes eléctricas y constantes ejercicios físicos que lograron el efecto deseado. La recuperación de todos los movimientos del brazo fue total.
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Dado de alta se reincorporó a sus batallón en el pueblo manchego de Cabezarados. Llevaban la misión de regresar al frente de Extremadura con el objetivo de participar en una contraofensiva para recuperar toda la Serena que había caído en manos de los nacionales en el mes de julio de 1.938.
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El veintidós de julio de 1.938 el Ejército Nacional tomó Monterrubio. Ese mismo día un ala del mismo se dirige hacia Puerto Mejoral. A su entrada, en vez de enfrentarse a sus defensores , giran ligeramente hacia la derecha, cortan la carretera y subiendo por la sierra se encaraman en lo alto de la Buitrera.

Desde allí les tirotean por la espalda y por el frente, con nuevos refuerzos, y los hacen retroceder hasta Benquerencia, que también cae ese mismo día.

El veintitrés Castuera es tomado y llegan hasta la estación del Quintillo, donde quedaron estacionados durante varios días.

A primeros de agosto es invadido Cabeza del Buey y con su caída lo hace toda la Serena.

La Nava, durante toda la guerra, vivió relativamente tranquila por estar alejada de todos los frentes. Aunque con la inquietud propia de tener todos sus jóvenes pegando tiros en algún lugar de España.

De vez en cuando, alguno de éstos aparece por el pueblo con permiso de varios días trayendo y llevándose noticias de los demás y para los demás paisanos.

A finales de junio de 1.938 las cosas empezaron a cambiar, pero a peor. Se oyen rumores en La Nava de que los nacionales han tomado Los Blázquez y que se encaminan hacia Peraleda. Pero nadie sabe si desde allí tirarán para Zalamea o Monterrubio.

A primeros de julio se oyen los bombazos de una batalla entre este pueblo y Peraleda. Los monrubenses abandonan el pueblo y llegan a Helechal, camino de Cabeza del Buey.

La gente de La Nava hace lo mismo y, unos por Helechal y otros por Navacerrada, emprenden camino hacía Belén y Almorchón. Salen como pueden. Llevándose lo indispensable. En carro o en bestia poco se puede transportar para tanta familia. Así que allí quedó todo.

Antero, Juan Antonio el de mana Sinforiana y un tendero transeúnte son los únicos que permanecen en el pueblo. Todo el mundo conoce que, como simpatizantes que son de los nacionales, se quedan para unirse a ellos.

A Juan Antonio el de mana Sinforiana lo cogieron los nacionales en la carretera el mismo día que la cortaron para tomar la sierra Buitrera.

A mediados de agosto de 1.938 don Manuel y los suyos. han pasado desde Cabezarados a Belalcázar. Se proyecta cortar por la estación del Zújar la comunicación y el abastecimiento que el Ejército Nacional recibe desde Peñarroya y Pueblonuevo.

Una vez realizado el objetivo, sin descansar, reciben la orden de trasladarse a Puebla de Alcocer, por Herrera del Duque, donde la contraofensiva está a punto de comenzar.

El lugar conocido con el nombre de Los Caserones, próximo a la carretera de la Golondrina, es el primero que cae en poder del Ejército de la República. Desde allí, y por varios frentes, se encaminan a distintos objetivos, siendo los principales la recuperación de Cabeza del Buey y de Castuera.

De las dos columnas que están en el centro de este arrollador ataque la primera tiene la misión de entrar en Navacerrada por el camino de Belén. La otra columna, subdividida en dos, entraría un grupo en el Puerto Mejoral y el otro a tomar el Puerto del Valle donde hay apostado un batallón de nacionales.

Don Manuel, que es ahora el jefe de transmisiones de su batallón, establece su principal nudo de comunicaciones en la finca del Quintillo. Y así se va enterando de cómo los nacionales, en su rápido retroceso, se han atrincherado principalmente en la sierra, Almagrera de Almorchón, sierra de Tiros, Puerto del Valle, Puerto de Mejoral y sierra de Benquerencia.

Se entera como un grupo escogido de soldados republicanos ha logrado penetrar detrás de las líneas enemigas y, por el camino de Belén, llegar a Navacerrada. Y como, inexplicablemente, le han dado la orden de retroceder al frente que los nacionales han formado en la misma línea del ferrocarril.

Con alguna otra escaramuza de unos contra otros este frente quedó totalmente estabilizado durante todo el otoño y el invierno.

A principios de la primavera de 1.939 reciben la orden, tajante, de retirar todas las tropas de allí y llevarlas a Almadén.

Entre los republicanos hay rumores de que la guerra se ha perdido. Estos soldados se consideran traicionados por sus altos mandos militares. La contraofensiva pudo haber sido muy bien un éxito.

Por los pueblos de Sancti Spiritus y Chillón llegan a Almadén. Lugar éste en el que estuvo establecido el Cuartel General de las Operaciones del Suroeste dirigidas, en los últimos momentos de la guerra por el mismo general Rojo, quizás el mejor estratega que tuvo el Ejército Republicano.

El desconcierto en este pueblo es grande. Nadie sabe nada de nada. Ante tanta incertidumbre deciden sortear para ver que oficial se queda con la tropa para entregarla. Los demás jefes y oficiales se encaminan a Ciudad Real para pedir algún tipo de explicación al general Jefe del Ejército de Extremadura. En una camioneta pequeña realizan el trayecto. Su sorpresa es enorme al llegar a la capital manchega pues sus calles se encuentran atestadas de gentes que están dando vivas a Franco.
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En Capitanía no hay nadie. Todos los altos jefes han huido. Sólo está la guardia personal del general al mando de un capitán que les exige entreguen las armas. Como es natural se niegan.

Definitivamente se dan cuenta de que la guerra ha terminado aunque oficialmente aún no se haya comunicado nada. Después de una breve reunión deciden encaminarse hacia Alicante para tratar de embarcar en algún navío que les saque de España.

Pasado Albacete tropas de Franco les detienen.

El comandante jefe de ellas es un caballero y los trata como compañeros de armas que son aunque hayan peleado en bandos contrarios. Sólo les pide que dejen el armamento que lleven encima y les recomienda no continúen el viaje y regresan a sus respectivos pueblos o donde quieran, ya que la ciudad y puerto de Alicante están también en mano de tropas nacionales.
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Don Manuel decide encaminar sus pasos hacia Alcázar de San Juan que es donde están refugiados su esposa con los hijos y la familia de ella.
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Otro don Manuel, pero éste con los apellidos Sánchez Sánchez, uno de los hermanos de la Zurda, es el suegro del Flamenco. Le apodaban el Casinero y era el cartero oficial de La Nava y, en julio de 1938, cuando todo el pueblo tuvo que salir huyendo, se encaminó, como todos, a Cabeza del Buey llevándose consigo a todos sus hijos y nietos. Allí le asignaron un lugar para residir como refugiado de guerra hasta que esta terminase. El pueblo al que le destinaron fue Alcázar de San Juan y en él ejerció su profesión.
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La alegría en aquella casa por la llegada del Flamenco fue grande. Regresaba vivo que era ya a lo único que aspiraban en aquella España sangrante todos los padres, esposas y novias. Junto con la alegría llegó la amarga realidad y la angustiosa incertidumbre de cómo terminaría aquello. Las venganzas, los enconos se empezaban a dar con la misma virulencia que en los primeros días de la guerra, sólo que ahora era uno el bando perdedor y otro el ganador.

Estaba vivo, sí, pero ¿por mucho tiempo?. Era uno más de los perdedores, de los que no habían ganado la guerra. Estaba limpio de sangre. No había matado a nadie. Todo lo contrario. Pero era un soldado republicano. Y ya en la nueva España que amanecía azul, muchos de los que antes se proclamaban rojos de los pies a la cabeza, eran los que más gritaban vivas a Franco. Y era tanto el miedo que tenían esas gentes que eran los primeros en acusar a sus vecinos de republicanos, ateos o blasfemos para adelantarse a las denuncias de los otros.

Por eso había que salir de Alcázar de San Juan lo antes posible y volver al pueblo. Allí le conocía todo el mundo. Allí sabían quien era. Socialista, sí. Oficial del ejército de la República, sí. Pero honrado. Caballero de honor como otro militar de cualquier ejército del mundo. De él podían responder todas las personas de los pueblos de Los Navalmorales, Las Herencias, Malpica de Tajo y San Martín de Pusa. Lugares donde permaneció más tiempo durante la contienda militar y en los que ejerció de comandante de ellos.

Las jornadas de regreso fueron muy duras. Controles por todas partes. Les pedían la documentación y después de leerla cien veces les dejaban marchar. Cada vez las esperanzas eran mayores. Después de varias jornadas llegaron a Helechal y, por fin, a La Nava. A la entrada otro control ¿sería el definitivo? ¿le dejarían ya en paz?. A todos se les aceleró el corazón.

Se identificaron y a todos dejaron paso menos al Flamenco.
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Estos soldados vencedores le estaban esperando a él y a otros como él. Sabían que de no haberse exiliado acudiría a la querencia del pueblo, al seno de su familia.
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Eran soldados petulantes, los clásicos fanfarrones que surgen después de los miedos de las trincheras. Le trataron ignominiosamente. Las magníficas botas de oficial le fueron quitadas. A cambio le largaron un par de zapatos viejos. Otro, sin darle nada a cambio, le quitó la guerrera y le dejó sólo la camisa. Un tercero, que hacía rato no apartaba el ojo del reloj, también se lo arrebató. Pobremente le acusó de que lo habría requisado en alguna parte. Ni siquiera le dejaron ver su casa. Directamente lo llevaron al campo de concentración que los vencedores habían instalado en Castuera.
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Para quien sienta la curiosidad por saber donde estaba y cómo era, diremos que al pie de la parte norte de la sierra de este pueblo y que don Manuel lo describe así:
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“...
Barracones de madera
de alambres de espino
bien cercados.
Morteros y ametralladoras
desde la sierra apuntando.
Cinco o seis mil hombres por dentro,
como piojos apiñados,
que si querían acostarse
lo tenían que hacer de lado.
Boca arriba no cogían
y mucho menos sentados.
...”
Lo más grave y siniestro de este campo de concentración era:
“...
un pozo-mina al lado,
que tragó más españoles
que un cementerio en mil años.
...”
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Los detenidos que eran considerados peligrosos o de los que sospechaban tenían algún delito grave o de sangre, o los que se habían destacado como agitadores políticos, eran separados de los demás y encerrados en barracones individuales y tratados de forma más inhumana.
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Los jefes y oficiales del Ejército Republicano fueron también incomunicados y, salvo los casos de los que comprobaban habían cometido excesos en el cumplimiento de su deber, eran tratados mejor que los demás, aunque siempre en pésimas condiciones.
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En La Nava los familiares de don Manuel no permanecían ociosos. Tratan de averiguar la forma de sacarle cuanto antes de aquel lugar infernal.
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Por aquellas fechas acababa de fijar su residencia en Helechal un coronel mutilado en la guerra de África de los años veinte. Es, por tanto, compañero de armas de todos los altos mandos militares que ahora han ganado la guerra. Caballero militar a la antigua usanza amaba las armas pero también el respeto y la justicia. Hombre muy influyente en aquellas difíciles circunstancias, evitó muchas palizas e incluso muertes vengativas.
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A él recurrieron porque además de sus buenas condiciones morales, estaba casado en segundas nupcias con Rosario Hidalgo, hermana de padre de la Carmen Dolores. Es decir, tía del Flamenco.
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Entretanto, en el campo de concentración ha habido cambios al más alto nivel. El nuevo director, entre otros asuntos, se encuentra con una carta pidiéndole una especial atención al caso de don Manuel. La firma don Valentín Benedicto García, y debajo hace constar su graduación y sus méritos. Coronel retirado y caballero mutilado de guerra.
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Era tal el rigor que tenían con todos los incomunicados del campo de concentración que el nuevo director queda asombrado de que fuera de él se supiese que está allí don Manuel y así se lo hace constar en la entrevista que le concede. La contestación no pudo ser más sincera. Él tampoco lo sabe. Seguramente sus familiares se habrían enterado por medio de alguno de los soldados que han soltado.
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El nuevo director suaviza el trato de los encarcelados. Aún así el trato sigue siendo duro. Aunque para el Flamenco la pesadilla empieza a desaparecer ya que la carta de don Valentín ha causado el efecto deseado.
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En la enfermería de prisioneros de Castuera, junto con otros varios, le forman expediente. Custodiados por una pareja de la guardia civil son conducidos a Mérida. En la Auditoría le juzgan. No encuentran delito en él. Diez avales favorables de diez pueblos diferentes garantizan su integridad moral y su buen trato con las gentes de ellos durante la contienda. Sólo tiene el delito de ser oficial republicano y le juzgan por ¡rebelión militar!. ¡Los rebeldes juzgan por rebelde a un oficial que había sido fiel a una República y a un gobierno votado y aceptado por todos los españoles!
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Le condenan a seis meses de arresto. Su desilusión es enorme. Había llegado a creer que le darían la libertad total. A los diez días de su retorno a Castuera, junto con otros prisioneros que también han sido juzgados y condenados en la Auditoría de Mérida, es embarcado en un tren especial cuyo destino final es Orduña, en tierras vizcaínas.
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A ese campo de concentración llevan soldados de toda España. Cerca de diez mil personas llegan a albergar en él. Todos tienen el delito común de haber servido en el Ejército republicano.
El trato que reciben aquí es totalmente distinto al que sufrieron en los otros campos. Como militares que han sido son agrupados y organizados militarmente. Las bases son grupos de veinticinco hombres al mando de un cabo. En total son seis brigadas las formadas al mando de otros tantos capitanes.
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Los cabos son los encargados de pasar lista todos los días, de nombrar los servicios y de entregar, después de la diana o la retreta, el correspondiente estadillo con los partes que hubiere.
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Los soldados no son bisoños sino veteranos de una larga guerra que ha sido muy dura. Se las saben todas. Escurren el hombro en cuanto pueden. Incluso llegan a amenazar a algún superior. No aceptan el yugo de la disciplina y el orden porque antes tampoco la habían aceptado. Esta fue una de las causas por las que perdieron bastantes batallas contra los nacionales.
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Ahora las cosas han cambiado y el trato es durísimo y la disciplina se lleva a rajatabla. Poco a poco van entrando en el orden y concierto que debe existir en un cuartel.
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Don Manuel es uno de los oficiales que está al mando de la tropa. Tiene suerte pues los soldados de la brigada que está bajo sus órdenes son los que poseen las condenas más suaves y, en general, aceptan bien los deberes castrenses.
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Los oficiales reciben un trato diferente que la tropa. No sólo le dan el doble de dieta sino también más libertad y eran más respetados. No obstante, para que no se les olvide que también son prisioneros, iban siempre acompañados de un oficial de prisiones. Eran como sus sombras, especialmente por las noches.
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Pasados los seis meses nadie le comunica que ha cumplido su condena. Siguen pasando meses y aquello parece que no va a tener fin nunca. Por más que pregunta nadie sabe nada.
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Y es que pocos en Orduña conocían que ese acuartelamiento de soldados republicanos no ha sido construido por capricho. La Segunda Guerra Mundial había comenzado y con ello el arrollador avance de las tropas alemanas. Polonia, Noruega, Dinamarca, Bélgica y Holanda fueron las primeras en caer.
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Franco situó estratégicamente a estos famélicos soldados para que fuesen los primeros en enfrentarse, en tratar de detener, a los tanques nazis en los pasos de los Pirineos, caso de que éstos no respetasen los acuerdos entre ambas naciones. De ahí la férrea disciplina a la que fueron sometidos.
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Después de la total invasión de Francia los alemanes se detienen. Hitler respeta la decisión que Franco adoptó de mantener a España neutral. A partir de este momento las cosas empiezan a cambiar en Orduña.
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Franco acaba de publicar una ley por la que los presos que no tengan delitos de sangre o larga condena se acojan, si así lo desean, a permutar la pena por trabajo.
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Don Manuel se acoge a ella. Pero como su condena ya la tiene cumplida con creces le comunican que lo van a devolver a Mérida para que sea juzgado nuevamente en la Auditoría.
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Rápidamente escribe a su esposa para darle la noticia así como indicarle el día y hora aproximada de la llegada en tren a la ciudad emeritense.
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Cuando se apeó en la estación le esperaban su hermano Lorenzo y Antero, que es el alcalde de La Nava. Llevan consigo una carta de recomendación de su tío el coronel don Valentín Benedicto.
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En la cárcel el alcaide de ella les indica los pasos a seguir para que le den definitivamente la libertad. Lorenzo y Antero, sin perder un momento, se encaminan a la Auditoría. Se presentan a sí mismos y hacen entrega de la carta de don Valentín que lo avala.
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El auditor buscó el expediente del juicio a que fue sometido y la condena que le había impuesto. Aparecieron en él, además, diez copias de otras tantas cartas en las que se pedía al municipio de Benquerencia autorización para desterrarle o admitirlo en el pueblo. Nadie contestó a estas solicitudes. Nadie, por tanto, nadie tenía nada contra él. Así lo vio el auditor y ¡por fin! La libertad de don Manuel fue una realidad.
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Los tres juntos regresaron a La Nava. Atrás quedaron cinco años de intranquilidades y zozobras. De muchos sufrimientos y pocas alegrías.
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Ahora, a sus treinta y tres años, debía comenzar una nueva vida. Todo lo anterior no valía para nada.
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Si el Gobierno republicano hubiese ganado la guerra él sería un respetado y joven oficial con un amplio camino de formación y ascenso por delante. Hubiese visitado nuevamente las aulas y adquirido de una vez y para siempre esa ansia de cultura que le ha perseguido constantemente desde que don Vicente, el Farmacéutico, le puso la semilla del saber en su corazón.
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El haber sido oficial fiel a la República se le volvió en contra. Se tenía que olvidar, y que nadie se acordase, que había llegado a ser Teniente del Ejército del Pueblo, Capitán interino y Comandante de puesto.
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A los soldados fieles se les llamaba ahora “rojillos”. Pero a los que habían alcanzado alguna graduación militar o política eran “rojazos”. Él era “rojazo” y, por lo tanto, tendría que andar con los ojos bien abiertos para procurar no tener problemas con las autoridades de esta nueva España que “empezaba a amanecer”. Realmente hacía ya casi dos años que había amanecido.
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La Nava, durante los tres años que duró la Guerra, sólo la vivió ocho meses pero con tal intensidad que cuando llegaron a ella todos los evacuados no había nada más que paredes en pie y tejados medio hundidos. Y suciedad. Muchísima suciedad por todas partes.
Ahora, cuando toda España estaba en paz, Benquerencia, La Nava y Helechal, entre otros pueblos extremeños, son declarados zona de guerra, por orden de la máxima autoridad de la Guardia Civil en la lucha contra la guerrilla, el general Gómez Cantos. Alega que en las sierras de estos pueblos y en los Berciales operan los “maquis”.
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Estos tres pueblos que lentamente empezaban a poner tejados derrumbados. A subir paredes caídas. A reponer puertas quemadas. A limpiarlos de toda clase de basuras y escombros. Estos pueblos que empezaban a recondicionar caminos, a sembrar olivos, a desbrozar el monte, a roturar nuevamente las tierras y a pastorear las pocas cabras y ovejas que les habían quedado. Estos tres pueblos vivían al mismo tiempo la peor de las guerras. La guerra sin frentes. El enemigo podía estar escuchando al otro lado de la pared de la casa colindante. En lo alto del tejado oyendo las conversaciones a través de las amplias chimeneas o sencillamente en el ¿amigo? con el que se conversaba.
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Y es que el miedo a los campos de concentración hacía mella de tal forma en el ánimo de algunas de las personas que habían perdido la guerra que los arrastraba a delatar a sus propios correligionarios.
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Esto lo sabía el Flamenco. Por eso mismo tampoco ignoraba que iba a serle muy difícil el comenzar su nueva vida. Sabía también que en todos los pueblos y aún en los caseríos de relativa importancia, la Guardia Civil tenía montado puestos fijos de vigilancia. Aparte de que otras parejas recorrían todos los cortijos y caminos de la zona. Y que además, los más vigilados eran todos los “rojos”, por si tenían contactos con “los de la sierra” y les enviaban algún tipo de socorro o ayuda.
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Por eso mismo no se extrañó cuando el cabo de la Guardia Civil del puesto de La Nava le llamó para comunicarle que no podía salir del pueblo sin su permiso. Que se tenía que presentar todos los días a él. Y que por las noches llamarían a la ventana de su cuarto de dormir para asegurarse de que estaba dentro de casa. Y así lo hicieron.
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De todas maneras no se podía quejar. A otros trataban peor. Y como sabían que don Valentín estaba detrás de él sólo se limitaban a controlarle. Había incluso un guardia con el que llegó a tener una relativa amistad y que le prestaba una escopeta para que, a escondidas de los otros, pudiera cazar algo. Era, para mayor INRI, los famosos “años del hambre” y la comida escaseaba incluso en las mejores casas.
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Una de las estrategias que empleó Gómez Cantos, entre otras más complicadas o siniestras, era la de cambiar los guardias civiles de unos pueblos a otros para que no confraternizasen con nadie. Por eso al Flamenco se le empezaron a poner las cosas mal cuando trasladaron al que le prestaba la escopeta.
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Dios aprieta pero no ahoga, dice el refrán, y pudo seguir con su caza gracias a Pancho, un vecino que tenía licencia para hacerlo y que le dejó la suya. Aunque tomando toda suerte de precauciones antes y después de pegar el tiro. Porque, eso sí, no podía repetir. Tiro pegado, conejo muerto. Y a escapar del sitio en un santiamén.
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El Rojo, cuñado del Flamenco y rojo no sólo por sus sentimientos sino también por el color de su pelo, que fue el que le dio el mote, aparte de heredarlo de “La Roja”, su madre, apareció un día en el pueblo. Le habían dado la libertad y regresaba del destierro a que le habían sometido en Huelva.
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El Flamenco y el Rojo, además de cuñados y camaradas, eran amigos. Y cuando el primero fue secretario de la Casa del Pueblo el segundo fue alcalde pedáneo de La Nava. Ahora, al encontrase de nuevo, se alegraron mutuamente y siguieron adelante con su amistad.
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Un mal día decidieron salir juntos de caza a Navacerrada. Y con todo sigilo tiraron por detrás del Risco para luego, sierra adelante, encaminarse al lugar elegido. Tenían que atravesar, sin más remedio, el camino de la estación del Quintillo. Y en él, agazapados detrás de una pared, estaba la pareja de guardias civiles de dicha estación.
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Los habían visto venir y estaban esperándoles. Y sin aviso de ninguna clase empezaron a disparar sobre ellos.
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Rápidamente ambos se tiraron al suelo y se escabulleron entre las jaras de las miradas de los guardias.
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El Rojo a toda velocidad desarmó una por una todas las piezas de la escopeta y las tiró en medio de un chaparral. El Flamenco tiró la suya, en dos trozos, por otro lado. Luego, con las manos en alto, acudieron a las llamadas de los guardias.
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Les pidieron las armas y ellos negaron tenerlas. Uno de los civiles comenzó a buscarlas pero sólo encontró la del Flamenco. Como no encontraron la escopeta del Rojo y los detenidos insistían en no tener más armas, los civiles se cabrearon y esposados los llevaron hasta el pueblo.
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En el casino de la Ignacia los interrogaron y averiguaron quienes eran.
El que uno hubiera sido oficial del bando contrario y el otro alcalde durante la República seguía pesando sobre ellos.
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El cabo levantó atestado y les acusó de ser cómplices de los maquis y de haberlos detenidos a varios kilómetros del pueblo.
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Los encarcelaron en Cabeza del Buey. Allí permanecieron dos meses hasta que los reclamaron desde Badajoz para ser juzgados.
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Don Valentín estuvo pendiente en el juicio y el juez, después de oír a unos y a otros llegó a la conclusión verdadera.
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El atestado contenía falsedades manifiestas en varios aspectos, sobre todo en cuanto a la distancia al pueblo del lugar de los hechos y la no implicación, como principalmente se les acusaba, con los maquis.
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Les pusieron a ambos una multa por infracción de la ley de caza y quedó zanjado el asunto.
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Todo pasa. Y así, desaparecieron la mayoría de los puestos que los civiles tenían en todos aquellos sitios a excepción del de Helechal.
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Así estaban las cosas y así había que aceptarlas.
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La Nava, muy lentamente, igual que el resto del país, empezaba a recuperarse. Todo el mundo quería apartar de sí todas las necesidades que tenía. Por eso, quien más, quien menos, compraba para vender y revender.
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Años famosos los del estraperlo. Sobre todo con el aceite, el café y el azúcar. También los recoveros estaban de moda y los había por todos los lugares.
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Desde los cortijos a los pueblos y desde éstos a las estaciones de enlace como la de Almorchón.
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Por trapos viejos daban un plato de loza, un tazón o unas algarrobas para matar el hambre. El pan de trigo escaseaba. Todas las casas tenían su horno para cocerlo a escondidas. Estaban prohibidos.
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Los muchachillos cambiaban un tazón de garbanzos crudos con colmo, por otro, raso de tostados.
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Una perra chica, cinco céntimos, valía un molinillo hecho de papel de seda de colores. Y era una delicia verlos correr para que sus aspas girasen a gran velocidad.
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El aceite se vendía a más de treinta duros el litro, lo que no ganaba nadie en un mes. El café se compraba por “cucharás” para hacerlo en casa. Las gallinas se mataban para las parturientas o para alguna visita importante.
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Los huevos no se podían comer, había que venderlos para sacar algún dinero. Las bellotas, sobre todo en los primeros años de la posguerra, había que robarlas para matar el hambre. Tostadas o con higos estaban buenísimas. Ni que decir tiene los sustos y carreras y aún las detenciones que hicieron los guardas jurados o los civiles por esta causa.
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Ser guarda de un quinto era estar en camino de hacerse rico. De porquero en uno de estos quintos se vivía mejor que en el pueblo. Tristes años aquellos llamados Años del Hambre.
Había que agudizar el ingenio para poder seguir viviendo y que la suerte acompañase.

A los de la Fiscalía de Tasas y Consumos, los de la fiscalía, se les tenía por buitres carroñeros. Llegaban a las casas cuando menos se les esperaba y siempre para hacer la puñeta.
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Luis, el carnicero, padre del Flamenco, mataba algún cabrito o alguna oveja cuando estaba seguro de que la iba a vender antes de veinticuatro horas. Y eso no se daba todas las semanas. Bien es cierto que de fuera venían para llevarse reses enteras.
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En La Nava eran todos por un igual. Los ricos no existían aquí. Tampoco los pobres. Hubo algunas personas que pasaron más necesidades que otras pero siempre se vieron amparadas por algún familiar o por algún amigo.
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Uno de estos casos fue el de don Manuel que no encontraba trabajo por ninguna parte. Tenía amigos riquillos o ricos en otros pueblos. Pero entonces dadas las circunstancias que se atravesaban, nadie se atrevió a darle trabajo. Para poder sobrevivir tuvo que cobijarse bajo el amparo de sus padres y suegros.
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El Flamenco siempre ha sido un hombre de arrestos y aquellas circunstancias no le arredraron. Conforme iba pasando el tiempo y todo se iba cicatrizando empezó a menudear las visitas a los amigos de derechas, los únicos que podían ofrecerle algún trabajo.
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Hoy daba un jornal aquí, otro día una peoná en otro lugar, el caso es que empezó a ir saliendo a flote.
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Hizo de todo. Talador de encinas. Podador de olivos. Esquilador de toda clase de ganado. Remendó zapatos. Construyó cestas con mimbre y también con chupones de olivo. Fabricó aperos de labranza. Y, finalmente, el primer oficio que aprendió de niño, pastor. Lo pasó mal, muy mal, pero sacó adelante a su familia.
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Don Manuel ha sido siempre un hombre de tertulia. Le ha gustado estar donde hay gente. Personalmente me dice que “con gente que tuviese cochura, que tuviese cultura”. Era atractivo y peleón. De los que no se muerden la lengua porque si no revientan. Siempre ha dicho las verdades como son. Sin importarle nada ni nadie. Esta forma de ser le granjeó enemistades.
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En el pueblo donde no ha existido jamás un periódico él fue el periodista satírico que informaba de todo y a todo le sacaba punta. Pero siempre con la verdad por delante.
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A través de sus coplas contaba y cuenta las novedades del pueblo. Parecía estar en todas partes porque de todo se enteraba. Y es que su personalidad hacía que lo que otros presenciaban, subiesen a su casa a contárselo.
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Cuando esos acontecimientos que se salían de lo cotidiano él comprobaba por medio de otras personas que eran ciertos, cogía el papel y la pluma y en un santiamén lo ponía en verso. Luego a ensayar con la murga o la estudiantina y en los carnavales salía todo a la luz.
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De ahí que todo el mundo esperase esas fechas con temor y curiosidad. Temor por si eran ellos los protagonistas de alguna copla. Curiosidad por saber que habían hecho los vecinos y reírse ácidamente de ellos.
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Sí. La pluma del Flamenco era temida. Pluma satírica y socarrona, pero verdadera, por eso doblemente mordaz. Nunca levantó falsos testimonios a nadie. Él sacaba a la luz hechos ocurridos a la sombra para regocijo de unos y escándalo y disgusto de los afectados.
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Algunos de los que ganaron la guerra, cuando lo vieron en libertad no les agradó. No tenían la conciencia bien limpia y para evitar salir en coplas forzaron al comandante de puesto de la guardia civil para que le prohibiese escribir versos.
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Como buen español, este cabo, fue más papista que el Papa y le quiso requisar todo lo que tenía escrito. La familia que ya estaba sobre aviso, para evitarle más males al Flamenco, quemó todos los papeles y cuadernos. Los pocos que quedaban. Los de la primera época, los que había escrito antes de la guerra, ya hacía tiempo los habían hecho desaparecer.
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A pesar de que su permanencia en la Escuela fue mínima, le quedaron de ella cuatro cosas. El saber leer. Escribir. Las cuatro reglas. Y una afición, desmedida en un jornalero, a la lectura.
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Pocos libros había entonces en las casas. El Rayas. El Catón. La Enciclopedia en un solo tomo no muy grueso. El libro de los Manuscritos, para aprender todas las clases de escrituras manuales. Las fábulas de Esopo, Iriarte y Samaniego. El Quijote. Y pare usted de contar.
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Periódicos sólo se recibían el ABC y el HOY de Badajoz para el Casinero y Juan Antonio Sánchez, el Padrino, éste fue alcalde pedáneo después de Antero.
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En algunas casas las mujeres compraban las “novelas por entrega”. Fascículos que se recibían semanalmente y que un buen lector o lectora, a la luz del candil, le daba la entonación precisa y adecuada a cada párrafo. El resto de la familia y los amigos escuchaban atentos aunque, de vez en cuando, hacían comentarios pertinentes a la trama de la novela.
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Estos cuadernillos, una vez cosidos y encuadernados, formaban auténticos mamotretos de tres, cuatro y aún más tomos que almacenados en algún lugar de la casa, llegaban a tener más de un metro de altura. “Gorriones sin nido”. “Madonita”. “Juan León el rey de la Serranía”. “Juan de Dios, el médico de los pobres” son algunos de los títulos de estos novelones. Y, antes de la guerra, se leía mucha propaganda política.
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Además de don Vicente, el boticario de Helechal, influyeron en la formación intelectual del Flamenco, don José, cura de La Nava y Helechal, y doña Felisa, maestra nacional querida y amada por todo el pueblo.
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Intenso y variado fue el vivir de don Manuel hasta que acabó la guerra civil. Aparentemente más anodino desde que salió de la cárcel para acá. Y sin embargo
esta etapa ha sido para mí la reveladora del poeta satírico del pueblo y cronista del acontecer cotidiano del mismo.
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En sus coplas y poesías queda reflejado todo lo vivido y toda la forma de vivir de la generación coetánea a la suya. La de una juventud que dedicó lo mejor de su vida a pegarse tiros por los bellos campos de España.
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Es, pero que muy meritorio en un jornalero, como era don Manuel, llegar a ser temiente del Ejército español.
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Sus hijos y nietos pueden sentirse orgullosos de él.
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Yo, particularmente, valoro mucho ese título ganado a pulso y por méritos propios. Pero, también para mí, son sus poesías y coplas lo más importante de su vida. Ellas fueron las que al leerlas me obligaron a tratarle en profundidad. A conocerle más. Tan profundamente quizás como sus amigos más íntimos. Porque también a mí me ha llegado a honrar llamándome amigo.
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Don Manuel, me siento orgulloso de su deferencia hacia mi persona. El título de amigo que me ha concedido es el don más preciado que podía darme.
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En los archivos republicanos del Ejército de Tierra constará para siempre que un hombre nacido en el municipio de Benquerencia de la Serena llegó a ser oficial de ese Ejército.
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Sus poesías y coplas quedarán para siempre en la mente de todos nuestros queridos paisanos y descendientes.
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Espero de sus nietos sean cuidadosos guardianes de estos dos tomos donde está recogido casi todo lo que usted ha escrito.
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Yo, su amigo, lo cuidaré igualmente y trataré de seguir recopilando los versos perdidos y de difundir su obra.
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Fdo: Antonio José Gómez Gómez
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NOTA DE MANUEL RAMOS GINESTAL:
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CON MI AGRADECIMIENTO A D. MANUEL SANCHEZ HIDALGO (q. e. p. d.) Y PARA CONOCIMIENTO Y ORGULLO DE SUS DESCENDIENTES
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Corría en el tiempo el Otoño del año 1936 y las tropas sublevadas contra el Gobierno legal de la II República Española avanzaban por la provincia de Toledo hacia la Capital de España.
El natural y vecino de La Nava de Benquerencia (Badajoz), D. Manuel Sánchez Hidalgo, se alistó desde el primer dia en que se produjo el Golpe de Estado en en el Ejército Republicano para defender sus ideales de Libertad y Democracia y luchar en contra de los golpistas.
Después de haber participado en varias escaramuzas en la provincia de Badajoz fué destinado a la provincia de Toledo, a fin de detener el avance de las tropas sublevadas hacía dicha Capital y Madrid.
Al llegar al pueblo de Las Herencias (Toledo) tuvo conocimiento de que había sido requisado un comercio por parte de los extremistas del pueblo a mí tío Antonio Ginestal y detenido a él y a su esposa y, al coincidir su apellido con el de mí madre, siendo un apellido poco corriente, averiguó que efectivamente se trataba de nuestro familiar cercano, por lo que sin pérdida de tiempo se puso en contacto con mis padres comunicándoles su situación y también que sus hijos (mis primos Antonio y Maruja) los había recogido en su casa el Médico del pueblo.
En seguida mí padre se desplazó desde Helechal hasta Las Herencias para recogerlos y traerlos con nosotros, recibiendo toda clase de atenciones por parte de D. Manuel Sánchez Hidalgo (ya Teniente Sánchez) y incluso facilitándole un automóvil con su correspondiente chofer para su retorno a Helechal y prometiéndole que en unos días estarian con nosotros mí tío Antonio y su esposa
María Guisado, una vez aclarada la falsedad de la denuncia presentada por otro comerciante del pueblo, promesa que cumplió pues a los pocos días estaban ya conviviendo con nuestra familia en Helechal.
A D. Manuel le habiamos conocido en La Nava donde mí madre había ejercido la enseñanza el curso 1934/1935, estando su domicilio en la misma calle del nuestro, habiendo continuado nuestra amistad con él en los años posteriores cuando residimos en Helechal, habiendo tenido siempre un buen concepto de su persona en cuanto a caracter afable y a su defensa en todo momento de la Libertad y la Justicia.
La última vez que conversé con Manolo Sánchez fué en casa de mí tío Diego Acedo en viaje a La Nava en 1985, pues tan pronto se enteró que yo estaba allí fué a visitarme en unión de su esposa y charlamos un buen rato sobre mis padres y tiempos pasados, fué para mí un gran placer.
Un saludo cordial a todos sus descendientes y reiterándoles una vez más MI agradecimiento a su padre y abuelo por su ejemplar comportamiento.
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Manuel Ramos Ginestal

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